Manuela de Rosas de Terrero, Manuelita, como la llamaban su familia y sus amigos, pero también la gente humilde, los diplomáticos acreditados ante el gobierno de su padre, los viajeros que registraban con trazos más o menos certeros sus vivencias de la Argentina, y los enemigos de aquel diseminados por América del Sur en un penoso ostracismo, proyectó su presencia mucho más allá de su existencia física a través de la biografía, la literatura, el teatro, el cine, la música popular y aun los productos de circulación masiva como el jabón que llevaba su nombre.
La mayoría de los opositores a Rosas consideraban a la joven, que adquirió gran protagonismo después de fallecer su madre, como la antítesis del “feroz tirano” a quien responsabilizaban de su pobreza e infortunio en suelo extraño.
La “Niña” no solo se transformó en una suerte de primera dama que debió de pronto suscribir cartas de la factura de Rosas que no siempre condecían con su naturaleza pacífica y ecuánime, sino también debía inaugurar obras, visitar cuarteles y buques, amadrinar niños de familias federales, esbozar a desgano algún exótico paso de baile en las fiestas del Barrio del tambor, oír las cuitas de los antiguos emigrados que habían vuelto a la patria con perdón del dictador e interceder, no siempre con éxito, para que se les devolviesen los bienes expropiados. Además, ejerció una sutil diplomacia personal basada en su discreción y gracia, que en ocasiones contribuyó a suavizar situaciones delicadas durante los bloqueos de las aguas argentinas ejercidos por Inglaterra y Francia.